De sueños y vivencias, antología

 

De suenos y vivencias

 

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Les presento la que fue mi primera antología de cuentos, no pude hacerlo antes pues estaba comprometido con Amazon.

En ese entonces no conocía a MGE  ni sus Blogs. A partir de estos es que aprendí que valoro mucho más la interacción con el lector que el simple conteo de cuantos me han leído. Por eso, aun con todas las dificultades de esta página y, recurriendo a extrañas herramientas, también la hice Blog y disfrutaré los comentarios que quieran hacerme.

Paraná, 19 de mayo 2014

 

 

Aventura mínima

Aventura mínimaBueno, ya está, la oscuridad es penumbra y me despiertan las acaloradas discusiones de los pajaritos tras la ventana.

Es inútil, aun cuando intento dormirme más tarde, mi reloj interno es inflexible, siempre marca la hora de mi despertar. De reojo miro con envidia a Julia, quien duerme  pacífica y profundamente a mí lado. Despacio, me siento he intento ponerme las pantuflas. Lógicamente sólo encuentro la derecha.

Con fastidio hago mis diarios ejercicios matinales: estiro lentamente una pierna hacia un lado y luego la otra en dirección contraria. No hay caso, la pantufla fugitiva no aparece.

Salgo del lecho y me pongo de rodillas, como adorando a ese tálamo que sigue siendo el altar de nuestro amor. Manoteo febrilmente por debajo y encuentro sorprendido esa fachistoide zapatilla deportiva que suponía estaban lavando. La saco con cuidado y sigo la búsqueda, al fin me doy por vencido.

Derrotado me levanto, sintiendo en cada articulación que se endereza, un leve dolor. Por eso el tiempo que demoro se hacen minutos.

Pienso que el problema es eminentemente político, como hacer convivir a la derecha con la izquierda. Cuando una se empaca, sencillamente se separan.

Resignado me dirijo rengueando hacia el baño. Supongo que la izquierda ya aparecerá, encabezando bravamente al proletariado de pelusas; oponiéndose al capital ¡Ops! al escobillón.

Extiendo los brazos frente a mí, en esta penumbra podría tropezar con algo y despertar así a mi frágil libélula. Ella dejaría su pacifismo a un lado y me lanzaría tal maldición que cual fuego me dejaría humeando el resto de la mañana.

Encuentro la puerta entreabierta y trato de pasar. Qué bochorno, miro a Julia por si ha sido testigo y respiro aliviado. Casi me meto en el closet. Ahora sí, agarrando el picaporte de la puerta, siento que estoy a punto de cambiar mi destino. Finalmente logro entrar al dichoso baño, miro por la ventana y veo en el edificio de enfrente a otro madrugador.

Qué cara de amanecido tiene, percibo que algo nos une. La esclavitud de la hora quizás. Con una sonrisa lo saludo con la mano. Me ha visto, también me saluda. Le muestro un cigarrillo y lo enciendo. Genial, también está de acuerdo, tiene encendido el suyo y compartimos esta hora mágica en que la ciudad no molesta.

Por fin el sol ya está sobre el horizonte e ilumina con fuerza. Giramos la cara en su dirección y me confundo, no lo entiendo ¿Está entrando a través de la ventana? Cuando vuelvo a mirar al frente me encuentro, con la colilla humeante, sólo, en el espejo.

Carlos Caro

Paraná, 09 de febrero de 2013

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Desafio

Desafío2— ¡Ahí viene! ¡Ahí viene! ¡Dale! ¡Dale! ¡Daleee! — Le grité medio histérico a Juan.

Nos envolvió una nube de caucho quemado y en un instante recorrimos más de cien metros. La aceleración se sentía como algo viscoso que intentaba retenerme, de no haber estado bien prendido a la manija tras de mi e inclinado totalmente sobre Juan en el asfalto hubiera quedado. Pese a la garra que pusimos el “negro” nos pasa como un misil, dejando una estela como recuerdo.

Un poco desanimado pienso que Juan se equivocó en el arranque, patino mucho y eso nos hizo perder pique.

— ¡Lo paró el semáforo! ¡Vamos Juan, esta vez lo tenemos!

Nos ponemos a la par y fingimos que ni lo vemos. Con razón le dicen el “negro” su moto es negra como su ropa y hasta el mismo casco con su visera oscurecida es negro. No parece humano, para completar su morfología de máquina, aquí y allá se ven brillar algunos pulidos cromados.

Quizás sea la parca en su versión XXI. A su lado debemos parecer un arlequín, tal es la mezcla de colores entre nuestras vestimentas, cascos y moto.

— ¡Verde! ¡Verde! — Ni necesitaba decirlo, Juan está más concentrado y la salida fue perfecta.

Sin embargo ya nos sacó un largo de ventaja. Nos precipitamos a más de ciento veinte kilómetros por hora contra esa valla que conforman los autos que arrancan con el verde del semáforo siguiente.

Los atravesamos como si fueran inmateriales, pese a los zigzagueos no dejamos de acelerar.

— ¡Lo tenemos! — Le grito a Juan con alegría.

Nos ha sacado cincuenta metros de ventaja pero dos cuadras más adelante deberá doblar hacia la ruta y será nuestro.

— ¡Dobló! ¡Dobló antes! — Ya se dio cuenta, mascullo encajando los dientes.

La endiablada curva que damos sin haber tenido la oportunidad de frenar un poco, nos hace inclinar al máximo; veo mi rodilla como si fuera de otro pasar a menos de diez centímetros del asfalto que quiere morder.

¡Maldición! Ha ampliado la brecha y acaba de cruzar un semáforo que se ha puesto en amarillo.

— ¡Pará Juan! ¡No llegamos!

Todo es un bramido de frenos, la acción se hace más lenta, voy registrando cada momento. Ha frenado más con el delantero y la cola se empieza a elevar; si la rueda trasera pierde el contacto con el suelo dejará de frenar y la colisión será inevitable ¿Cómo he podido dudar? Juan ha tenido en cuenta mi peso adicional y nos detenemos suavemente ante la senda peatonal. Es como que el tiempo me alcanzara y ya tiene su ritmo normal.

Abro la visera y el ronroneo del motor va aplacando mi ímpetu, finalmente también me alcanza mi alma, olvidada en la partida.

A mi derecha, sentado en un banco de la plaza, nos observa un chico con ojos asombrados.

Me veo a través de él: primero la pasada desorbitada del “negro” y luego nuestro frenazo memorable. Sí, da miedo. Mentalmente lo desecho. Cuando corro, la adrenalina multiplica mi realidad y sentidos; es un estado único donde la razón casi desaparece, volvemos a ser el cazador o la presa. El corazón y los pulmones se aceleran para estar prestos y el cerebro filtra nuestros sentidos de otra manera para detectar hasta el más minúsculo cambio. El tiempo subjetivo se alarga, vemos las imágenes en cámara lenta para que esa parte primigenia actúe instintivamente de inmediato, sin la razón que nos haría perder tiempo. Es una droga de la cual soy adicto, me siento indestructible y puedo envejecer un día en un instante.

—Bueno ¿Te llevo a tu casa o vamos a practicar? — me pregunta Juan

— ¿A la autopista decís?

—No, creo que estamos listos. Podemos ir a la ruta.

Lo pienso un rato: por la autopista son zigzagueos de autos yendo todos en el mismo sentido. Casi cualquier error de cálculo tiene remedio. En la ruta en cambio es doble mano, al sobrepasar por la otra mano los vehículos vienen en dirección contraria y las velocidades se suman. Cualquier duda puede terminar en desastre.

Pero Juan tiene razón. Hace tres meses que me vino a buscar. Yo no tengo moto, me dedico a acompañar y soy uno de los mejores. “Grieta” me dicen debido a mi casco amarillo surcado por una grieta artísticamente pintada y que, pocos saben, refleja la verdadera grieta que sufrió mi viejo casco cuando me salvó la vida.

Componer un dúo en motos de alta cilindrada requiere más afinidad y trabajo que un matrimonio. La gente piensa que las motos se manejan con el manubrio, cuando en realidad es una danza que ejecuta el conductor con todo su cuerpo. Va cambiando sin cesar el centro de gravedad y la inclinación justa para cada oportunidad. Si a ciento cincuenta kilómetros por hora esto es difícil, que lo realicen dos personas ejecutando la danza al unísono, en el momento preciso, requiere práctica pero fundamentalmente una sincronización psicológica muy especial.

En una semana y con dos o tres golpes ya te das cuenta que la cosa no va a andar y sin rencores cada quien sigue su camino.

Sin embargo con Juan se ha dado, fuera de una caída al principio nos leemos la misma danza. Parece que sobre la moto fuéramos uno. Por otra parte él sólo no podría derrotar al “negro”. En distancias cortas es imbatible, tiene siempre más pique. Por lo tanto tenemos que llevarlo a la ruta, yendo a fondo ya no hay diferencias de aceleración y nuestro mayor peso si lo empleamos bien, nos dará más maniobrabilidad y así de sencillo le ganaremos.

—Tenés razón, y si nos va bien mañana lo cazamos al “negro”— Le contesto al fin.

Regresamos al atardecer agotados, sin fuerzas. La locura nos alucinó durante horas, nos gastó. Apenas comí y me desmayé sobre la cama pensando en el “negro”, mañana…

Me desperté ya alerta, hoy era el día. Hice de mis abluciones diarias, un rito propiciatorio, por último me peiné con cuidado, me mire al espejo como nunca lo había hecho, quería que esa imagen como una foto quedara gravada en mi memoria.

Me vestí con cuidado, cada prenda alisada y abotonada con rigor. Pegué una última mirada a mis dominios y atravesé la puerta para encontrarme con Juan.

Me esperaba tranquilo, con una sonrisa:

— ¿Está todo bien, aplomado?

—Más o menos, pero después de tres meses no aguanto más.

— ¡Mirá! ¡Mirá! — me dice juan señalando la calle detrás de mí.

Se acerca un monstruo negro jugando entre los autos, nos pasa tan rápido con su zumbido de diez mil vueltas por minuto que escondemos la cabeza entre los hombros esperando la onda expansiva que por supuesto es sólo barullo.

—Anoche soñé que lo corríamos a ese tipo — Le comento a Juan

— ¿Nosotros, con mi motonetita? — Se atraganta de la risa — Vos tenés quemado el cerebro por Marita ¿Hoy te encontrás con ella no?

—Sí, quedamos para almorzar. Le voy a pedir que se venga a vivir conmigo. Ya arreglé todo el departamento pero igual estoy nervioso.

—Bueno, vamos yendo. Ya veo que tenés la cabeza en cualquier lado. Todavía tengo que comprarte las flores que te olvidaste y que no llegues tarde al trabajo.

 

Carlos Caro

Paraná, 3 de abril de 2013

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José

Jose¿Dónde corno estoy? Me pregunto sin cesar, mientras traqueteo preocupado sobre el laberíntico camino. Febrilmente recuerdo las instrucciones de doña Juana: siga por la ruta que va para María Grande y en el kilómetro 26, justo frente al corralón El Progreso, tome el camino de tierra para la izquierda ¿Tome para la izquierda…? Sí, sí, sí, me digo, imponiéndome a la duda entre ráfagas de polvo. Aparte ya detuve dos veces mi quejumbroso auto y caminando hasta el alambrado, comprobé aliviado que la ciudad permanecía somnolienta y distante exactamente donde debía estar. Luego de seis leguas, seguían las instrucciones, encontraría sobre la derecha un gran ciprés. No, doña Juana no tenía una tabla de conversión, de modo que concordamos en que seis leguas eran “un buen trecho”. Detrás del ciprés encontraría una pequeña tranquera, que solo cerraban por la noche, y un camino colina arriba que me conduciría a la “ermita”.

Que calor. Encima elegí la hora de la siesta para que no me vean en este vergonzante peregrinaje ¿Qué hago yo, un casi ateo, suplicando a la virgen?

La culpa la tiene José. Un otoñal amigo que la vida me regaló. Juntos solemos reímos frente al viento del destino que intenta despeinarnos.

¿Pueden creer que todavía tenía el apéndice? Se le infectó, lo internamos y mañana a primera hora lo operan. Todo es optimismo y muecas de sonrisas, pero a este sexagenario Tarzán el viento del destino le voló la peluca.

No quiero dar mi brazo a torcer, pero como dijo Enrique IV de Francia: París bien vale una misa. Del mismo modo opino que José bien vale unas oraciones. Con mucha discreción, claro.

Absorto frente a la ventana meditaba sobre el cómo y dónde, sin percibir a quienes circulaban por la calle. En eso, oigo las campanas que anuncian el Ángelus y toma forma frente a mí doña Juana que pasa oronda con sus mejores galas hacia la iglesia.

¡Casi se me escapa! Tantos años de rutinas la mimetizaron con el entorno.

La alcanzo y con la confianza que dan décadas de vecindad, le cuento lo sucedido y mis deseos de orarle a la virgen en la famosa ermita de la loma. Me emocionó su predisposición y sumándose como cómplice, me indicó cómo llegar.

¡Finalmente! Más adelante se divisa el gran dedo verde del ciprés. Me apeo y transponiendo la tranquera comienzo a ascender por el estrecho sendero.

Vaya, esta más lejos de lo que parecía. Descanso un momento y al mirar alrededor, me siento shoqueado por el paisaje. Siempre me gustaron las cuchillas alrededor de Paraná. Sin ser una gran altura, lo que me asombra es la desigualdad de los elementos. Mi posición elevada es prácticamente la mayor; por debajo descansa la ciudad como molestando al río. Éste sin embargo es interminable; una llanura de agua e islotes sin relieves que se une al horizonte, donde justo entre la bruma se adivinan algunas formas que podrían ser Santa Fe.

Esta pausa me ha sintonizado con el sentido espiritual de mi viaje y siguiendo el sendero ya estoy por llegar a la cima.

Siento discordancias: el sendero ha sido y es muy poco transitado; no hay nadie. Al llegar a la cima en lugar de una ermita me encuentro con una gran casilla de madera adornada con múltiples banderines colorados. Finalmente estoy frente a ella ¡¡Está dedicada al Gauchito Gil!! ¡Está llena de agradecimientos, ofrendas, y estatuillas coloradas!

¿Y ahora? Ni siquiera es un santo. Viene a ser una leyenda campestre ¿Qué me entendió doña Juana? ¿O pateará para los dos arcos? ¿Dónde me meto la espiritualidad?

Descendí rapidísimo dada la indignación que me impulsaba, me subí al auto y partí sin mirar atrás.

Al rato comprendí mi error, debía haber retornado por donde vine, pero ya era tarde.

Llegue a casa al anochecer. Mi soberbia había desaparecido. Fui caminando a la iglesia y sobre un reclinatorio le conté a Dios que yo lo necesitaba más a José que Él.

No me creyó.

 

Carlos C. C. Caro

Paraná 05 de octubre de 2012

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África

africa cara chicaEl apretón de la soga casi me parte en dos, deteniendo mi caída hacia las nubes.

Me despierto con un grito, transpirado por el agua de la cascada ¡Uf! Sólo ha sido un mal sueño, me reconforto mirando alrededor mi viejo dormitorio. Al bajar la vista, reconozco desparramado en el suelo desde mi mano dormida, al causante de mis oníricos pesares: los relatos de un cazador que recorre  los caminos de Burton y Speke, cuando buscaban el  origen del Nilo llegando al lago Victoria.

En fin, esta vez sí apago la luz, me arropo y lentamente me duermo, regreso…

Salgo del trance de monotonía sorprendido por el bache que ha debido cruzar el camioncito. Somnoliento recorro las caras de mis amigos; dos aun logran dormir y los demás se están riendo, supongo que de mis ojos enrojecidos por el sueño.

Miro mis palmas blancas e intento preguntar algo, pero lo olvido. Me siento cómodo con ellos, todos somos shonas, del mismo color chocolate  que nos distingue de otras tribus. Les pregunto hacia dónde vamos como mordiendo las palabras, me siento extraño con este lenguaje que sin embargo es el de siempre. Mosi-oa-Tunya , el humo que truena, me contestan señalando el frente del camioncito.  Me incorporo y miro por sobre la cabina. Me sobrecoge, soy minúsculo. Aunque me lo describieron no puedo abarcar toda la escena. Es una nube enorme que se alza desde el suelo y que a veces se confunde con las del cielo. Siento el tronar ominoso, cada vez más cerca que va empalideciendo el ruido del motor. Con razón los blancos pagan fortunas para verlas; ellos las llaman cataratas Victoria.

Todos somos empleados del parque nacional de Zimbabue, un trabajo nada especial, limpieza y mantenimiento mayormente.

Hace calor a mediados de abril, la época de lluvias ya alcanza su cenit y el río Zambeze ha crecido casi diez veces desbordando goloso sus orillas y ensanchando la catarata a su máxima amplitud. Un derroche natural incomparable que deberá ser purgado cruelmente por la terrible ausencia de lluvias durante la época seca. Sé que a su vera pastan los hipopótamos y asechan sigilosos los cocodrilos, molestados por inmutables garzas y pelícanos. Al pasar por algunos claros creo divisar entre los árboles mopane la sombra enorme de algún elefante. Los impalas insisten en atravesarse en nuestro camino y las cebras ocupadas en comerse la sabana, nos saludan con sus extraños relinchos.

Creo que estamos más cerca, hemos perdido toda referencia de tamaño. Al ser un parque protegido y con tanta humedad, los árboles de mopane  tienen aquí una altura desorbitada. Estamos recorriendo un camino flanqueado totalmente de verde y parece terminar en una nube que sube poderosa, incontenible.

Al fin se abren los árboles y contemplamos cómo ese enorme río se precipita en una grieta de la cual no se ve salida. Me domina el atávico espanto de un mundo subterráneo donde vagarían los demonios. El camioncito nos conduce hasta el sendero donde comienzan los recorridos turísticos. Nos apeamos riéndonos de nosotros mismos, creo que más de mí, pues soy el más nuevo. Nos encaminamos directamente a la catarata, el problema es alguna rotura de la barandilla metálica de la pasarela  paralela a ella. Bromean conmigo, al llegar me atan una cuerda a la cintura y declaran burlones que esa reparación será mi iniciación y que ¡Adelante! A recorrerla y encontrar el problema ¡Llueve! De abajo hacia arriba; todo se vuelve gris y confuso. No sé dónde estoy, ni el arriba o el abajo, derecha o izquierda.

Me paralizo de miedo, grito por auxilio, creo oír algo, doy un paso y siento que estoy cayendo, irremediablemente.

El apretón de la soga casi me parte en dos, deteniendo mi caída hacia las nubes.

 

 

Carlos Caro

Paraná, 23 de marzo de 2013

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Los amaneceres de mi padre

amanecer“Manejo tranquilo por la ruta desierta, en medio de la noche. Bajo y subo por las olas de ese mar geológico de las cuchillas entrerrianas.

Hace tanto tiempo que soy viajante y sin embargo no he podido confesar aún el motivo de mi íntima afición a trasladarme de noche. Julia y mi hija me lo reprochan constantemente; temen por mi seguridad y me ruegan que duerma en algún hotel y vuelva de día o que finalmente me jubile. Debo parecerles un viejo tozudo, pero no comprenden mi vicio.

Miro el reloj del tablero. Casi las cinco y cuarto. En la cumbre de la loma que transito me salgo del camino lentamente, más allá de la banquina sobre el pasto; lo más lejos posible. Apago las luces, luego el motor y finalmente completo el ritual apagando el tablero.

La oscuridad es total excepto por alguna estrella distraída. El automóvil se empieza a enfriar en este julio tremendo, no importa, la imaginación se me dispara y pienso que estoy a doscientos kilómetros de Shangai en plena China o a doscientos kilómetros de Sidney en Australia. Me pongo más autóctono y me sitúo en las sierras de Córdoba. Con todo lo que he leído y visto en este nuevo mundo audiovisual, cualquier lugar por exótico que sea, se me hace propio, conocido. Lleno de aprendidos vericuetos que me encanta recorrer.

El negro va cambiando de una manera exquisitamente lenta. De pronto, sin saber cómo, nuestros ojos separan la tierra del cielo y más tarde me encuentro en un limbo gris que entiendo como el Hades de los griegos. Aquí creo ver a Aquiles llorando a Patroclo, más allá Teseo asecha al Minotauro. Me espanto creyendo que Caronte viene por mí.

En la hondonada de la cuchilla se despierta la niebla, presintiendo el calor del sol. Ya se nota por dónde saldrá y recupero mi brújula natural. Con asombro el primer rayo hiere mis ojos, el cielo ya es celeste. A medida que asciende le devuelve los colores al paisaje, primero a la copa de los árboles, luego a sus troncos y a mí. Finalmente se hunde en la hondonada y comienza a soplar la niebla.

Ha terminado, el mundo ha renacido y yo con él. En el infinito ciclo de los días me siento renovado y trascendente.

Subiré al auto y seguiré el camino, quizás, hasta otro amanecer”.

 

Este es el último amanecer que describió mi padre antes de morir en un tonto accidente de ruta. Está escrito en un sencillo cuaderno escolar. Con mi madre encontramos luego decenas de ellos, mal escondidos en el fondo del ropero.

Los estoy leyendo uno a uno, en un prolongado deleite, ante la inacabable variedad de sus amaneceres. Me ha mostrado el camino y con frecuencia parto de madrugada por alguna ruta, para  reencontrarme con él en un amanecer.

Por fin comprendo su mansedumbre, su alegría, su felicidad constante. Cuán complejo era el que yo suponía simple. ¡Que lástima! Nunca nos dijo nada, seguramente pensando que no lo entenderíamos.

Por eso he empezado mis cuadernos con este escrito, con el dolor de no haberlo abarcado antes y la felicidad que me ha dejado al mostrarme cómo ver un mundo nuevo cada día.

 

Carlos Caro

Paraná, 7 de marzo de 2013

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Confesión

Mis tumbasDejo pasar más de una hora larga después de la siesta, no quiero que este sol bravo me haga más difícil la ingrata tarea que debo realizar.

Por fin, despegándome de mis dudas, meto el auto en el garaje y cierro las puertas. Cargo en el baúl pico y pala. Luego, envuelta en una sábana vieja, la coloco con gran cuidado.

Parto y me alejo de la ciudad, transito primero por la zona de quintas donde las plantaciones de legumbres y hortalizas sucumben bajo el aluvión de casas nuevas. Me da esperanzas que la ciudad se expanda a nuevos terrenos y deje de crecer hacia arriba. Cada vez que miro hacia el río, el paisaje está más recortado, siempre se eleva un nuevo edificio como una erupción de cemento y ladrillos.

Ya tomo por esos caminos de tierra, soportables cuando no hay viento ni tránsito. En realidad, disfruto su recorrido pues sus márgenes son un caleidoscopio vegetal, están todos los verdes y amarillos. Los ocres y marrones se destacan en los troncos y en los cortes que le han hecho a las colinas para que el derrotero resulte más llano.

Diviso a la derecha el paraisal a la vera del alambrado; desde aquí ya me refresca su sombra. Es mi lugar por adopción, ni sé quién es el dueño e intuyo solo lo dedica al pastaje ya que la tierra nunca ha sido revuelta.

Atravieso como un púgil en el ring los hilos de acero, me arremango y comienzo a cavar con el pico. Al rato lo desecho por inútil, esa rica tierra es tan suave que me basta con la pala para cavar la tumba.

Me seco el sudor de la frente con el ala del sombrero; la profundidad ya me parece adecuada. Con un suspiro me encamino lentamente al auto y la traigo cariñosamente, la desenvuelvo y contemplo resignado por última vez la bella caja de madera donde puse sus cenizas.

Al oscurecer he debido prender las luces para terminar y dejar el sitio arreglado. Ya en el auto y antes de partir contemplo los tres túmulos que señalan mis crímenes; hasta mi sombrero he dejado en el apuro.

Regresando reflexiono que sólo han sido fracasos: allí está la raqueta de tenis, que enterré después de tres años de ensuciarme con el polvo de ladrillos sin ni siquiera haber entrado al ranking del club, también están los palos de golf, con el putter doblado contra un árbol como desahogo por errar el último tiro que me hubiera dado el campeonato y mi novela, tercamente inconclusa, que tras cinco años, hoy, en un rapto de furia e impotencia terminé arrojando a las llamas.

Sacudo mi cabeza para alejar estos recuerdos. Habrá que comenzar de nuevo. Debe haber algo que pueda hacer bien aparte de mi gris pero remunerativo trabajo.

Creo que probaré con el cine.

Sí, mañana compraré una cámara y luego…

 

Carlos Caro

Paraná, 12 de marzo de 2013

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La puerta, esa ventana a mi vida

puerta cedro— ¡Ya voy…, ya voy! — Grito mientras troto desmañado hacia la puerta— ¡Ya llego, sacá el dedo del timbre!  ¡No soy sordo!

Comienzo a abrir las cerraduras que ha acumulado la puerta en el lapso de casi tres generaciones.

La más baja, que ya no utilizamos, es una pequeña; sé que en su frente decía “Tamborini” antes que ese bronce hubiera sido limpiado sin descanso durante medio siglo. La colocó allí papá, a mi altura de aquellos años, no tanto para proteger la casa de intrusos sino para que pudiera escapar de mis amigos vecinos encerrándome, tal era la virulencia de mis diabluras. Luego la eterna “Yale” a tambor, en conjunto con el picaporte. Su uso ha ido registrando la medida subjetiva de nuestra inseguridad.

De mis padres llegó a mí como un adorno, siempre estaba abierto, sólo de noche se cerraba y sonreíamos ante los constantes olvidos. Supongo que las cosas empeoraron y la consigna fue tenerla siempre cerrada. La hemos usado tanto que si sumo los gastos de su funcionamiento, podría haberla cambiado dos o tres veces por una horrible e inexpugnable modernidad.

Finalmente, abro la última y más nueva, fruto de una claudicación ante la inseguridad de mis hijos, quienes viviendo por su lado, se sienten tranquilos al sabernos protegidos por la “ACEROX 01 PLUS”. De un material tan duro que perdurará hasta que el sol incinere la Tierra. Siempre me pregunto: ¿Qué ladrón intentaría lidiar con este prodigio metalúrgico, estando rodeado de un bellísimo, añoso y blando cedro?

Al abrir me encuentro con un jardín de plumas y cepillos, negros y blancos. Algunas altísimas y otras liliputienses. El molesto timbreador se transforma en el sobrellevado plumerero.

— ¿Estás loco! — lo amonesto —Si me volvés a tocar el timbre así, te quemo las plumas como a una gallina. Sin embargo, te tengo buenas noticias, ya consulté a su majestad, el ama de esta casa, y parece que necesitamos un plumero mediano.

—Este sería perfecto — me indica y comienza a doblar hacia abajo totalmente las plumas — ¿Ve? Pluma de la mejor.

—O plástico común— le indico fingiendo desconfianza y apretando yo mismo las plumas.

—Sí, está bien ¿Cuant… ¡Que! ¿Cuánto! Pero en qué planeta vivís. ¡No! la mitad. ¿No te diste cuenta que estamos a fin de mes? ¡Bueh! Ahí sí. Dámelo nomas. Pago y grito triunfante “habemus plumero”.

La alegría se me congela un poquito pues ya se ha hecho una cola, esto me va a llevar un rato.

Sigue el florista, ya somos medio cómplices. En realidad pocas veces los hombres se reconocen homenajeando a sus mujeres. ¿Cómo podrían ser unas monedas más valiosas que una sola de sus sonrisas? ¿Cuántos años tardó la vida en reeducarme hacia lo amado, lo simple, lo cercano?

Cada dos semanas me ofrece una canasta nueva con diferentes ramos, con diferentes colores y con diferentes perfumes. Ahí me puede, tengo muy mal olfato. De modo que yo elijo por color y él por aroma. No importa demasiado ya que si yerro, mi compañera me guiará sin que yo lo advierta directo a su flor preferida.

Luego siguió la vieja.

El día se dio vuelta, oscureció. Deje de oír lejos; estaba en una burbuja.

En una mano sostenía el plumero y en la otra un ramo de flores que junto a mi sonrisa mostraban mi bienestar. Y sentí vergüenza.

Era muy pequeña o estaba muy encorvada, su sencillo vestido le colgaba del esqueleto y escondía sus formas. Perfectamente limpia, extrañamente desdentada tenía un pelo pajizo terrible, no las canas más o menos blancas o con algún resto de tinturas, no; eran canas de miseria, cada una reflejaba una pérdida. Se me licuó el corazón y mis ojos lo deben haber reflejado. Sólo me pidió un paño con agua, pues se lastimó al caerse hacía sólo unos instantes, de regreso a su casa desde el hospital.

—A ver abuela, muéstreme— se levantó levemente la falda y vi un pequeño rasguño en la rodilla. De inmediato regresé con servilletas de papel, agua y curitas. Mientras sostenía las curitas le pregunté:

— ¿Y por qué fue al hospital?

—Porque soy diabética y como me sentí mal, me controlaron el azúcar — Me responde mientras va limpiando la herida. Claro, pienso, el hospital sólo está a cuatro cuadras.

— ¿No la acompañó su marido?

—No, ya murió. Tengo seis hijos, todos lejos, y ni uno se acuerda de mí— Me contesta con un dejo de rabia.

—Perdone la pregunta ¿Cuántos años tiene?

—Setenta y tres— ¡No puede ser! Parece la madre de mi suegra, que tiene diez años más. La vida la ha quemado como un soplete de fundir acero.

— ¿Está cobrando la pensión de su marido? — Le pregunto cada vez más alarmado.

—No, era cartonero, no dejó nada, no cobro nada. Vivo junto a mi hermana y su marido en el rancho— Me hiere agitando su cabeza en un no interminable. Mientras le paso las curitas trato de explicar sin translucir mi agitación:

—Mire señora, yo estoy seguro que usted tiene derecho a alguna pensión. Si usted me da dos o tres horas le averiguo todo y si puedo la acerco— le cuento tratando de infundirle alguna esperanza. Creo que en realidad es una súplica, quiero ayudarla y redimirme un poquito al menos.

—Noo, el rancho está lejos y hoy ya estoy cansada. Si quiere paso en dos o tres días o el sábado— Me propone mientras me devuelve todo, hasta el envoltorio descartado de las curitas.

—Pero sí, fuera del horario de siesta me encuentra todos los días a cualquier hora. No se olvide, usted no está pidiendo nada que no le corresponda. La espero el sábado —Me despido cerrando con el ceño fruncido la puerta.

Por supuesto, en menos de dos horas y habiendo molestado a tres ministerios nacionales tenía la solución. Hacía años que no interactuaba con la burocracia estatal y quedé asombrado al comprobar la diligencia y cuidado con que fui tratado. El mundo al revés: hoy las empresas de las que soy cliente y pago me tratan peor.

Durante la tarde le pedí a Julia que anotara las direcciones, teléfonos, comprobantes y condiciones que serían requeridas sobre un papel grueso; con letra grande y lo puse bien visible sobre el aparador esperando al sábado.

Han pasado tres semanas… Sí, estoy casi convencido de que ya no vendrá. Julia siempre práctica, trata de advertirme que me mintió, que seguramente ya estaba cobrando algo y que por eso no ha venido. Sería un alivio sentirme engañado si con eso imaginara que ella está mejor de lo que supuse. No es tan fácil, he fallado.

Esta solidaridad telefónica es un chiste ¿y si hubiera venido? Le daba el papelito y ya está. ¿No se supone más sabiduría a mayor edad? ¿Cómo puedo ser solidario en la red y haber olvidado al vecino, al cercano, al que toco?

Señor, tú sabes que combato a tu iglesia pero te reconozco. Querrías mandarme otra prueba a mi puerta y que, tonto de mí, me diera cuenta.

 

Carlos caro

Paraná, 27 de marzo de 2013

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Cuento circular

Cuento circularEnojado subo la extenuante escalera y cierro con fuerza la puerta del dormitorio. Un golpe que espero retumbe y te haga reflexionar.

Me desvisto y rápidamente me acuesto. Estoy tan sólo en esa habitación que mi necesidad de vos evapora mi encono.

Me levanto mascullando, abro la puerta y la dejo entornada, como señal de armisticio, por si decidís entrar.

Voy a leer mientras volvés. Tomo el libro y lo abro en la página cuya punta está doblada a modo de señalador. No entiendo nada, no encuentro el hilo de la trama. Retrocedo unas tres páginas y tampoco. Con fastidio busco el pliegue de hoja anterior, que todavía se nota. Ahora sí; engancho y sigo leyendo. Cada dos o tres páginas miro hacia la puerta esperando verte entrar. Cuando llego de nuevo a la primera marca, tengo tanto sueño que allí lo dejo y apago la luz. Al fin me duermo esperándote.

He dejado sin querer las cortinas abiertas. Al despertar me encuentro con esa luz gris y fría de los días nublados, son tantos ya que casi no recuerdo los colores. Formo en mi mente la imagen de una rosa, de un crisantemo, pero es inútil los veo como a través de lentes para el sol.

Te busco en tu lado de la cama pero mi mano sólo siente la manta fría ¿Seguís enojada? ¿Por qué? Hace años que representamos estas pequeñas rencillas. Son nuestros chispazos de independencia dentro del compañerismo que compartimos. La falta de tu calor me da más frío, me visto rápidamente y me cubro de lanas para entibiarme. Tendríamos, como todos los días, estar abrazando nuestros esqueletos; tan poca carne nos queda… Yo peinaría con cuidado tu pelo, acariciaría tus preciosas orejas y masajearía tu cálido cuello. Me doy cuenta que lo disfrutás, entrecerrás los ojos y te entregás al ensueño del puro deleite. Sin embargo, hoy no ha podido ser. Me arrepentiré de cualquier crimen que quieras endilgarme; sólo quiero estar con vos.

Salgo de la habitación y te llamo. Reviso los demás dormitorios. Mis pasos resuenan sobre los pisos de madera y su vacío me devuelve el eco de mi soledad.

Me dirijo luego a la cocina y preparo nuestros desayunos; al tuyo te lo dejo allí, preparado, para cuando decidas perdonarme. Con el mío me instalo en el jardín, único lugar donde espero encontrar algo de vida y colores que alivien el peso de esta losa gris que me aplasta.

Alguien toca el timbre. Mucho después me doy cuenta de que no insiste.

Me han visitado mis padres, como otras veces. No me preocupa, el doctor me advirtió que mi memoria estaba rara. Mi mamá estaba charlatana como siempre, llena de energía en ese lindo vestido amarillo, extrañamente a ese vestido estival no lo afecta el gris del ambiente ni el frío. Charlamos durante horas de ellos ya que de mí últimamente no recuerdo nada.

Se nos pasó el mediodía, los invito a almorzar y aceptan encantados. Cuando la pizza ya está caliente, la saco del microondas y la llevo. Se han ido ¡Qué lástima! Me sirvo una porción y la empiezo a comer entre soplidos por lo caliente que está.

Algo le pasa a mi tiempo. El llamado del teléfono a lo lejos, me irrita. La segunda porción está helada y el sol se ha puesto. Prendo algunas luces cálidas en el living y me entretengo con música lenta. Enciendo la chimenea y escucho los tacos altos que bajan la escalera, Julia bella y cautivante con su vestido verde que realza sus ojos que chisporrotean con el fuego. Elegante, su única joya es un sencillo y pequeño collar de perlas que enmarcan ese cuello perfumado. Al instante nos reconocemos cómplices y empezamos a bailar…muy despacio, mejilla a mejilla. La atraigo hacia mí y beso con dulzura esos labios queridos sobre la palma de mi mano derecha. La sensación persiste unos instantes más,  trato de beberlo todo antes de que parta. Sin ni siquiera un adiós oigo sus pasos que se alejan sin razón. El silencio me agobia y estoy cansado. Apago y cierro todo, llevo las sobras a la cocina. Me encuentro, incrédulo, con tu desayuno intacto  — ¡Sos una desagradecida! El alimento para gatos más caro y ni siquiera lo miraste — te grito mientras lo regreso a la bolsa siempre llena— Mañana te voy a dejar arroz, a ver qué te parece.  Esta noche ni vengas a hacerme mimos, sos una malcriada, más que gata parecés zorra— te amonesto mientras enojado subo la extenuante escalera y cierro con fuerza la puerta del dormitorio.

 

Carlos Caro

Paraná, 07 de junio de 2013

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Encuentro

el contadorDicen que llegó haciendo dedo. Cuando lo vieron, ya estaba subiendo la cuesta de la avenida.

Flaco, alto y desgarbado. Repechaba la loma con un paso cansino y metódico, indudable fruto de incontables caminos transitados.

Con una pequeña mochila y un sombrero de ala ancha, ni sombra arrastraba en su porfía.

Llegado a la cima y probablemente desalentado ante la vista de su lejano destino, quiso tomar aliento. Se recostó en un balcón que se escondía bajo la sombra de un alero y cerró sus ojos.

El sonido de los autos fue desapareciendo así como el olor a cemento. Su cansancio transformado en comodidad lo impulsaba al ensueño y así, junto a la inquieta brisa que lo abanicaba, lo transportaron al auditorio donde su público lo esperaba ansioso, como siempre.

Les dedicó una gran sonrisa de bienvenida y acomodándose en el centro, les indicó ponerse cómodos.

Comenzó entonces sus relatos que los mantuvo cautivos durante horas. Finalmente despidiéndose de los oyentes, se encontró nuevamente en el bullicio de los autos bajo el alero. Parece que hubiera cumplido su cometido.

Aprovechó el semáforo en rojo y sacando de la mochila tres pelotas de goma, se puso a hacer malabares y pasar el sombrero.

Cuando le pareció que había reunido lo suficiente, se cruzó a la otra acera y comenzó a hacer dedo para regresar por donde había venido.

He notado con el tiempo que somos varios los fantasmas que cada tanto pasamos y nos demoramos por aquella esquina, esperando…

Quizás para oír nuevamente a ese extraño personaje, quien en este mundo indiferente que no logramos aun abandonar, se preocupa por nosotros y nos regala sus mágicos cuentos.

 

Carlos C. C. Caro

Paraná, 12 de febrero de 2013

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