— ¡Ya voy…, ya voy! — Grito mientras troto desmañado hacia la puerta— ¡Ya llego, sacá el dedo del timbre! ¡No soy sordo!
Comienzo a abrir las cerraduras que ha acumulado la puerta en el lapso de casi tres generaciones.
La más baja, que ya no utilizamos, es una pequeña; sé que en su frente decía “Tamborini” antes que ese bronce hubiera sido limpiado sin descanso durante medio siglo. La colocó allí papá, a mi altura de aquellos años, no tanto para proteger la casa de intrusos sino para que pudiera escapar de mis amigos vecinos encerrándome, tal era la virulencia de mis diabluras. Luego la eterna “Yale” a tambor, en conjunto con el picaporte. Su uso ha ido registrando la medida subjetiva de nuestra inseguridad.
De mis padres llegó a mí como un adorno, siempre estaba abierto, sólo de noche se cerraba y sonreíamos ante los constantes olvidos. Supongo que las cosas empeoraron y la consigna fue tenerla siempre cerrada. La hemos usado tanto que si sumo los gastos de su funcionamiento, podría haberla cambiado dos o tres veces por una horrible e inexpugnable modernidad.
Finalmente, abro la última y más nueva, fruto de una claudicación ante la inseguridad de mis hijos, quienes viviendo por su lado, se sienten tranquilos al sabernos protegidos por la “ACEROX 01 PLUS”. De un material tan duro que perdurará hasta que el sol incinere la Tierra. Siempre me pregunto: ¿Qué ladrón intentaría lidiar con este prodigio metalúrgico, estando rodeado de un bellísimo, añoso y blando cedro?
Al abrir me encuentro con un jardín de plumas y cepillos, negros y blancos. Algunas altísimas y otras liliputienses. El molesto timbreador se transforma en el sobrellevado plumerero.
— ¿Estás loco! — lo amonesto —Si me volvés a tocar el timbre así, te quemo las plumas como a una gallina. Sin embargo, te tengo buenas noticias, ya consulté a su majestad, el ama de esta casa, y parece que necesitamos un plumero mediano.
—Este sería perfecto — me indica y comienza a doblar hacia abajo totalmente las plumas — ¿Ve? Pluma de la mejor.
—O plástico común— le indico fingiendo desconfianza y apretando yo mismo las plumas.
—Sí, está bien ¿Cuant… ¡Que! ¿Cuánto! Pero en qué planeta vivís. ¡No! la mitad. ¿No te diste cuenta que estamos a fin de mes? ¡Bueh! Ahí sí. Dámelo nomas. Pago y grito triunfante “habemus plumero”.
La alegría se me congela un poquito pues ya se ha hecho una cola, esto me va a llevar un rato.
Sigue el florista, ya somos medio cómplices. En realidad pocas veces los hombres se reconocen homenajeando a sus mujeres. ¿Cómo podrían ser unas monedas más valiosas que una sola de sus sonrisas? ¿Cuántos años tardó la vida en reeducarme hacia lo amado, lo simple, lo cercano?
Cada dos semanas me ofrece una canasta nueva con diferentes ramos, con diferentes colores y con diferentes perfumes. Ahí me puede, tengo muy mal olfato. De modo que yo elijo por color y él por aroma. No importa demasiado ya que si yerro, mi compañera me guiará sin que yo lo advierta directo a su flor preferida.
Luego siguió la vieja.
El día se dio vuelta, oscureció. Deje de oír lejos; estaba en una burbuja.
En una mano sostenía el plumero y en la otra un ramo de flores que junto a mi sonrisa mostraban mi bienestar. Y sentí vergüenza.
Era muy pequeña o estaba muy encorvada, su sencillo vestido le colgaba del esqueleto y escondía sus formas. Perfectamente limpia, extrañamente desdentada tenía un pelo pajizo terrible, no las canas más o menos blancas o con algún resto de tinturas, no; eran canas de miseria, cada una reflejaba una pérdida. Se me licuó el corazón y mis ojos lo deben haber reflejado. Sólo me pidió un paño con agua, pues se lastimó al caerse hacía sólo unos instantes, de regreso a su casa desde el hospital.
—A ver abuela, muéstreme— se levantó levemente la falda y vi un pequeño rasguño en la rodilla. De inmediato regresé con servilletas de papel, agua y curitas. Mientras sostenía las curitas le pregunté:
— ¿Y por qué fue al hospital?
—Porque soy diabética y como me sentí mal, me controlaron el azúcar — Me responde mientras va limpiando la herida. Claro, pienso, el hospital sólo está a cuatro cuadras.
— ¿No la acompañó su marido?
—No, ya murió. Tengo seis hijos, todos lejos, y ni uno se acuerda de mí— Me contesta con un dejo de rabia.
—Perdone la pregunta ¿Cuántos años tiene?
—Setenta y tres— ¡No puede ser! Parece la madre de mi suegra, que tiene diez años más. La vida la ha quemado como un soplete de fundir acero.
— ¿Está cobrando la pensión de su marido? — Le pregunto cada vez más alarmado.
—No, era cartonero, no dejó nada, no cobro nada. Vivo junto a mi hermana y su marido en el rancho— Me hiere agitando su cabeza en un no interminable. Mientras le paso las curitas trato de explicar sin translucir mi agitación:
—Mire señora, yo estoy seguro que usted tiene derecho a alguna pensión. Si usted me da dos o tres horas le averiguo todo y si puedo la acerco— le cuento tratando de infundirle alguna esperanza. Creo que en realidad es una súplica, quiero ayudarla y redimirme un poquito al menos.
—Noo, el rancho está lejos y hoy ya estoy cansada. Si quiere paso en dos o tres días o el sábado— Me propone mientras me devuelve todo, hasta el envoltorio descartado de las curitas.
—Pero sí, fuera del horario de siesta me encuentra todos los días a cualquier hora. No se olvide, usted no está pidiendo nada que no le corresponda. La espero el sábado —Me despido cerrando con el ceño fruncido la puerta.
Por supuesto, en menos de dos horas y habiendo molestado a tres ministerios nacionales tenía la solución. Hacía años que no interactuaba con la burocracia estatal y quedé asombrado al comprobar la diligencia y cuidado con que fui tratado. El mundo al revés: hoy las empresas de las que soy cliente y pago me tratan peor.
Durante la tarde le pedí a Julia que anotara las direcciones, teléfonos, comprobantes y condiciones que serían requeridas sobre un papel grueso; con letra grande y lo puse bien visible sobre el aparador esperando al sábado.
Han pasado tres semanas… Sí, estoy casi convencido de que ya no vendrá. Julia siempre práctica, trata de advertirme que me mintió, que seguramente ya estaba cobrando algo y que por eso no ha venido. Sería un alivio sentirme engañado si con eso imaginara que ella está mejor de lo que supuse. No es tan fácil, he fallado.
Esta solidaridad telefónica es un chiste ¿y si hubiera venido? Le daba el papelito y ya está. ¿No se supone más sabiduría a mayor edad? ¿Cómo puedo ser solidario en la red y haber olvidado al vecino, al cercano, al que toco?
Señor, tú sabes que combato a tu iglesia pero te reconozco. Querrías mandarme otra prueba a mi puerta y que, tonto de mí, me diera cuenta.
Carlos caro
Paraná, 27 de marzo de 2013
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